La
contaminación lumínica debe jugar un papel importante, aunque me resulte inapreciable.
Subo San Bernardo desde la Gran Vía y se me desvía la mirada hacia el cielo.
Giro
a la derecha hacía Espíritu, mi hogar, y ahí me parece que la noche brillase
más. No sé qué sucede pero ando enamorada de esta ciudad. Al mirar sus calles,
siento como si el estado y la temperatura de Malasaña se adaptase a mí. La noto
arder cuando yo ardo, la siento a fuego lento cuando me advierto destemplada y
me muerde gélida cuando la nostalgia me pisa los talones.
Pero
siempre la siento como un cielo despejado plagado de estrellas expectantes de
mis deseos. A veces me descubro lunática hablando con ella. No siento riesgos
porque hemos encajado, y yo la quiero. La amaré por siempre.
A
cada esquina de Callao y a cada parque del Retiro. Pasear por Huertas o por
Hortaleza y seguir confundiendo sus nombres. La manera de aclararlo siempre es
mirar alrededor y pensar: ¿Estás en el Barrio de las Letras o en Chueca?. La
respuesta me la da el escenario, es la clave inconfundible. El vértigo de la
Gran Vía en hora punta y que cada paso de peatón me haga sentir más viva y más
fuerte. Las escaleras del metro con su lado izquierdo para correr del que antes
me apartaba, ahora me seduce porque me percibo con energía y ganas de correr.
Pasar por Tribunal con una lata de mahou en la mano y bajar por la Corredera
hasta Pez para terminar en mi bar, ese lugar plagado de IPAS y lager’s que
siento como un refugio.
Pues
nada, es cierto eso de que una se enamora cuando menos lo busca y espera.
Y
Madrid…pienso apostar fuerte porque nuestra historia no sé si durará para
siempre, pero algo me dice que ambas estamos dispuestas a intentarlo.