Hay veces que me cuesta
la vida escribir pero últimamente me cuesta vida y media no hacerlo. Es una
necesidad para poner en orden mi cabeza, y ni por esas lo consigo, para qué
engañarme.
Con dos horas y media
escasas de sueño aquí ando agotada dándole vueltas a todo. Es jodido pero mientras
más agotamiento mental hay en mi cabeza, más me exprimo. La parte buena es que
es ahí cuando más sincera me soy.
El Kafka fue retroactivo
anoche; me recordó las noches de este
invierno en las que prorrogaba aquella sonrisa como estímulo, me recordó las
noches en las que me esforzaba por conocer a tíos con los que dar rienda suelta
a mis instintos carnales más primarios, me recordó otro tiempo. Ahora ha pasado el momento en que la necesidad de alegrarme la piel era superior a alegrarme el corazón.
Un tiempo en el que no
encuentro demasiada distancia espacio-temporal pero me parece muy lejano sin
saber por qué. Estas sensaciones son así de repentinas y me siento
profundamente desubicada últimamente, me siento sensible, vulnerable y expuesta
al resto. Supongo que es algo natural después de haberme reconocido que se me
estaba yendo de las manos el ponerme corazas y escudos protectores de riesgos vitales. Es cómo si este tiempo lo hubiera vivido entre paréntesis.
Anoche eché de más algunos
bares y me brotaron esas ganas de que alguien me sorprenda. Me he cansado de
fomentar historias que me vacíen y enfríen por dentro; necesito calidez, cariño
y erizarme. No estoy diciendo que quiera amor, no hay etiquetas ni miedos pero
después de casi un año ya no tengo la necesidad de inmunizarme a las personas,
de imponerme la frialdad emocional por decreto y fingir para protegerme.
Es un tiempo en el que
me aporta más una conversación improvisada y una mirada que me trasmita que un
revolcón sexual con, por supuesto, su dosis de alcohol de por medio. Me di cuenta en la barra del Kafka al ir a pedir un tercio de cerveza y mirar los ojos que tenía cerca. Sentí estar fuera de contexto y no encontrar demasiado sentido a estar allí en ese momento por lo que me fui a casa sin pedir el tercio.
El problema viene cuando
sin saber cómo, cuándo ni por qué recuerdo una mirada que me trasmite más que
el resto, me deja de un buen humor que me perdura durante días y que echo de menos.